Nadie tiene derecho a decidir nada del cuerpo de nadie excepto el dueño de ese cuerpo. El respeto a uno mismo debe venir no sólo de nosotros, sino también de aquellos con quienes convivimos. Sin embargo, no faltará aquél que se sienta con el derecho de decidir sobre nosotros y buscará, debido a la fragilidad de su pensamiento, calmar la inseguridad que éste le provoca metiéndose donde no debería importarle.
Nadie tiene el derecho de arrebatarnos nuestra libertad, nuestra individualidad, nuestro espíritu o nuestra esencia. Nadie puede pisotear nuestros pensamientos ni puede decirnos qué pensar o cúando hacerlo. Nadie puede insultar nuestra ideología únicamente por resultarle incómoda o porque va en contra de lo que opina. Nadie debe, bajo ninguna circunstancia, violentar a aquellos que piensan distinto, menos bajo órdenes de alguien que cobardemente se escuda detrás de las fuerzas que deben proteger al pueblo, no reprimirlo.
Nadie debe, jamás, sentirse más o merecedor de un número mayor de privilegios por pertenecer a un grupo, a un género o a una organización cualquiera. Ningún género o raza debe ganar más que el otro por hacer el mismo trabajo con el mismo desempeño, ningún género o etnia debe ser ultrajado, ignorado ni vejado por el simple hecho de serlo. Ningún ser humano debe sentirse acosado ni inferior a otro porque raza hay una sola, y esa es la raza humana.
Que se ignore o malentienda la importancia de todo ello es trágico y doloroso. Sobre todo porque somos únicos. Somos dignos. Somos humanos.
«Somos humanos» de Salvador A. Pérez Rosas, 2011.